Fiesta de Pentecostés
Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos
(Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 1)
En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente.
La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad.
(Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 16)
¿Dónde conocer y orar con el Espíritu Santo sino en el fondo de nuestras conciencias? En la espiritualidad común de los fieles católicos se ha hecho poco incapié en esta presencia de Dios en nuestras vidas. Y sin embargo la presencia de Dios en la Historia de los hombres no encuentra mejor expresión de ella sino en la conciencia de los cristianos y su oración, reflexión y acción común. “Y Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” nos decía la Liturgia de la Ascensión. Es el lugar privilegiado del encuentro con El en la intimidad personal y en su expresión eclesial y socio-histórica.
Y guiados por ésta realidad no caeríamos nunca en el individualismo de la fe. Porque justamente aquello que constituye nuestra más propia individualidad, y sin menoscabarla, nos une más esencialmente a nuestros hermanos. Ciertamente es el Espíritu de Dios el que da los dones particulares, y el más alto de ellos, el don de la comunión. El Espíritu es el que diversifica, y el que une, para el bien común. Es el Espíritu el que convoca en la Iglesia…, de ello cuenta formidablemente la Liturgia de hoy. Convocados por el Espíritu, y por María, la plena del Espíritu Santo. Mucho de ello podemos encontrar en la epístola a los Romanos 12 y 13.
¿Será que nuestra conciencia, la concepción recta de la verdad y su permanente búsqueda, podrá cederse a otro, por importante que éste sea, externo, sin que haya una corresponsabilidad en lo que surja de ésta entrega de nuestro ser más íntimo? No. Sería desnaturalizar el encuentro de Dios con cada hombre en particular y el fin de la busqueda común de la verdad.
¿Será que la Iglesia podría sustraerse a la obligación de unirse a todos los hermanos para buscar, analizar, reflexionar, proponer, decidir y, finalmente, obedecer a la verdad que el conjunto de los humanos podamos ir descubriendo bajo el amparo del Espíritu Santo? ¿Será que tiene, en algún más allá de muchos puntos propios de sí misma, exclusividad del Espíritu Santo de Dios? No pocas veces los hombres hemos tenido la pretención de coartar la libertad de Dios… ¡y así nos fue!